Capítulo 6: El Estafadario

Tras una breve pausa desde nuestro último capítulo —sí, volvimos—, retomamos la línea de investigación que venimos sosteniendo. Como ocurre en toda pesquisa seria, hay tiempos que deben respetarse. Lo importante es que seguimos trabajando. Seguimos buscando. Porque mientras otros callan, nosotros hablamos. Y cuando las instituciones se esconden, el periodismo debe incomodar.

Hoy, el foco se posa sobre un nuevo caso que, aunque tangencial respecto a nuestra investigación principal, expone un patrón que ya no podemos ignorar. Un hilo conductor cada vez más claro: la pasividad —cuando no complicidad— de quienes deben actuar.

Porque sí, la calle habla. Siempre habla. A veces como susurro, otras veces como grito. Esta vez, fue suficiente escarbar apenas un poco para encontrarnos con una red de presuntas estafas que, aunque de menor escala que la que venimos denunciando, desnuda las mismas fallas estructurales. El mismo desinterés institucional. El mismo olor rancio a impunidad.

Lo titulamos “El Estafadario”. Y como siempre, cada lector sabrá interpretar el juego de palabras a su manera. Pero los hechos son los que son.

Una nueva red, mismos mecanismos

Nuestra investigación dio con un aproximado a 20 víctimas. Cerca de 20 familias afectadas por estas presuntas maniobras engañosas que tienen como epicentro una conocida concesionaria de Ayacucho, ubicada en calle Irigoyen. El protagonista: un agenciero de auto y su padre, quien durante años, según los testimonios tejió una red de confianza para luego, según comentan, usarlas como anzuelo. Un esquema tan viejo como eficaz: pequeños préstamos, cumplidos a tiempo, para generar tranquilidad. Luego, el gran zarpazo.
Una de las víctimas, con quien hablamos en exclusiva y que prefirió mantener su identidad en reserva, narró:

“A él le presté varias veces, siempre respondió bien. Pero en el último préstamo le di un millón de pesos. Pasó el tiempo, me pidió agregarle $500 mil más prometiendo pagar todo al mes siguiente. Nunca más apareció. Hoy me debe cerca de 6 mil dólares”.
Este testimonio, como otros que recogimos, se repite con distintos montos, distintas variantes. Algunos tienen pagarés. Otros no. Algunos acudieron a la Justicia. Otros, resignados, prefieren evitar un camino que ya conocen: lento, desgastante, y sin resultados. La desconfianza hacia el sistema judicial es total.
Y no es para menos.

“Los tres monos sabios” en versión local

¿Por qué un medio de comunicación puede acceder con facilidad a testimonios, documentos, pruebas, mientras quienes deben actuar permanecen en silencio? ¿Por qué las fuerzas de seguridad, la Justicia, los organismos de control no se movilizan ante denuncias tan claras?
La imagen de los “tres monos sabios” —no ver, no oír, no hablar— parece haberse convertido en norma en Ayacucho. Una postal que se repite con cada denuncia, con cada escándalo. Las instituciones miran para otro lado. Como si las víctimas molestaran más que los victimarios.

Esta red de estafas, según cálculos extraoficiales, rondaría los 200 mil dólares. No es una cifra menor. No es un “malentendido”. Es un delito. Y está ocurriendo aquí, ahora, con nombres, apellidos y direcciones conocidas. Pero como suele pasar en esta ciudad donde “nunca pasa nada”, la respuesta institucional es nula. No hay acción de oficio, no hay allanamientos, no hay detenciones. Hay promesas. Hay excusas. Y hay una Justicia que parece más parte del problema que de la solución.

Del engaño a la impunidad
Días atrás, un grupo de damnificados se presentó en la concesionaria. Algunos, hartos de esperar, decidieron llevarse objetos del lugar como forma de “recuperar” algo de lo perdido. Otros, todavía esperanzados, eligieron creer en la palabra de quien los defraudó. Y unos pocos ya recurrieron a la Justicia.
Pero incluso en esos casos, la desconfianza es total. Porque todos repiten la misma frase: “No hacen nada”. Y eso es, quizás, lo más grave. Que la gente haya perdido la fe en las instituciones. Que la denuncia ya no sea una herramienta, sino un trámite vacío.

No se trata solo de quien hizo estos movimientos. No se trata solo de los autos, los pagarés o los dólares perdidos. Se trata de un sistema que permite que esto ocurra. Una estructura judicial, política y policial que, por acción u omisión, habilita estas estafas. Que no protege. Que no responde.

¿Y si la culpa no es de las víctimas?
Es común escuchar el juicio fácil: “¿Cómo prestaste tanta plata sin garantías?”. Pero esa lectura individualista olvida el contexto. Olvida que detrás de cada engaño hubo promesas, relaciones de confianza, vínculos construidos durante años. Nadie espera ser estafado por alguien a quien ayudó más de una vez. Y menos en un pueblo donde todos se conocen.
Pero aunque haya ingenuidad, eso no habilita el delito. Y mucho menos debería eximir a las autoridades de actuar.

Tierra fértil para el delito
Como en nuestra investigación principal —donde se denuncian cheques truchos, estafas millonarias y hasta testamentos falsificados—, el patrón es el mismo. Un sistema que no reacciona. Una Justicia que llega tarde, mal o nunca. Una comunidad que se siente sola, desprotegida, usada.
Y mientras tanto, los estafadores operan con total libertad. Porque saben que nadie los va a detener. Porque Ayacucho, hoy por hoy, es tierra fértil para ellos.

Este capítulo no cierra una historia. La abre. Porque como dijimos al principio: volvimos. Y no nos vamos a callar.

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