Hay ocasiones en que, al mirar la escena gastronómica latinoamericana y su reflejo argentino, lo que asoma no son los goces del sabor sino el abismo: los que mandan y los que sobreviven, sin puente posible entre ellos. Un continente que come separado incluso cuando se sienta a la misma mesa. La Celebración en Antigua (Guatemala), el 2 de diciembre, será una misa que dejará satisfechos a políticos, agencias y, cómo no, a la Organización. La sociedad, mientras tanto, sonríe, con el alivio fugaz de la última cena del Titanic.
Como todos los años, la verdadera eclosión será la noche del 2, pero los cortejos comienzan antes. Los gestos de apareamiento gastronómico se ensayan días previos: alquilar las casas más vistosas, reservar los hoteles más caros, perpetuar la creencia de ser anfitriones fastuosos, aunque estemos lejos de nuestros feudos. Dar la imagen de ser los dueños de todas las cosas brillantes y hermosas, todas las criaturas grandes y pequeñas, todo lo sabio y maravilloso, de todo lo que fue hecho para desfilar en la escena, sin importar si somos locales o visitantes. Siempre se intenta recrear el paraíso.
El país anfitrión carga con más de la mitad de su población bajo la línea de pobreza. Educación, salud y agua potable se niegan a ocho de cada diez. La desnutrición infantil alcanza al 46%. Pero conviene omitir esta realidad bajo el paraguas de que “no es tema nuestro”. Algún sibarita, incluso, se animará a decir que esta Gran Gala es el punto de partida ideal para remediar tales males; la realidad, sin embargo, indica que se parece más a vender heladeras en el Polo Norte. Más difícil será disimular la falta de infraestructura: que los periodistas no terminen durmiendo en la plaza central de Antigua por falta de habitaciones es una posibilidad cierta. No Vacancy, No Happiness.
Estas vicisitudes no son raras en el mundo actual. Lo que las distingue aquí es la falta de pudor. En otras latitudes, al menos, el decoro importa. En Latinoamérica, importa hasta ahí. Y en Argentina, mientras la gastronomía se desangra por la recesión y el turismo ausente, la energía de muchos protagonistas se disuelve en rumores, se alimenta de celos y se entretiene en rivalidades soterradas. Aquí nadie grita; todos cuchichean. Nadie parece tener en la agenda transformar nada. Lo que se vislumbra es apenas la estrategia para conservar el poder acumulado o aumentarlo, solo para ser temido. Y en algunas almas no existen límites que la ética reconozca.
Por ejemplo, lo que hoy se escucha con insistencia es que Argentina perderá lugares en el ranking. Se dispara la frase como una verdad que nadie discute. Pero al contar los porotos, la suma es otra: de los trece del año pasado, siguen por lo menos doce, y se sumarían al menos tres nuevos: El Mercado Faena, El Papagayo y Ness.
Este último, acaso, es una rareza: un nombre que parece haber llegado sin padrinos ni estridencias, una nota en tono menor en medio de la fanfarria general. Su ingreso sugiere una posibilidad que muchos daban por extinguida: que aún se pueda entrar sin obsecuencias, solo por mérito propio. Aquí, donde la sintaxis es fiesta interminable y el cuestionamiento público, una rareza, donde la opinión independiente suele ser reprimida con ferocidad, el ingreso del restaurante de Núñez otorga una chispa de esperanza: la posibilidad de que exista algo de justicia poética. Borges lo dijo mejor: “El camino es fatal como la flecha, pero en las grietas está Dios, que acecha.”
Si hacemos un ejercicio de memoria, el “complot contra Argentina” fue la sospecha que se instaló como verdad conveniente para justificar el desplazamiento de Marcela Baruch. “Nos están quitando votos”, dicen que dijeron, mientras se tejían presiones y alianzas de pasillo. Pero ahora que el argumento parece derrumbarse -pues, aparentemente, Argentina no está perdiendo presencia sino ampliándola-, la consigna cambió: “Lo importante son los primeros cincuenta.” Otra frase que, como toda fe de converso, pretende no admitir discusión. Casi nadie recuerda qué restaurantes ocuparon los puestos del sexto en adelante, pero a la hora de hablar de esto, todos prefieren olvidar.
La realidad, sin embargo, no parece haber demostrado que Argentina haya sido víctima. Habrá entonces que inventar una nueva causa o, tal vez, sea necesario presentar lo que en verdad se desea: que el país se convierta en su propia región, como México o Brasil, con su propio cuerpo de votantes y su soberanía simbólica. Una idea inocua en apariencia, aunque detrás del velo se adivine otra urgencia: la de gobernar el mapa con la tranquilidad de no ser cuestionado. Que las manos que reparten votos y favores lo hagan sin testigos incómodos, sin acentos extranjeros ni preguntas inoportunas.
El problema -para quienes sueñan con esa independencia- es que antes habría que concedérsela también a Perú, cuya cocina es la que verdaderamente sostiene el edificio latinoamericano. Y aun así, conviene recordar que los modelos de México y Brasil, esas regiones autónomas que tanto se invocan como ejemplo, no son precisamente vitrinas de transparencia: son, más bien, salones donde los poderosos mandan sin rubor y las luces nunca terminan de encenderse. El Porfiriato y el Rey Azúcar, versiones siglo XXI: ambos siguen reinando, invisibles, sobre los altares del gusto y la obediencia.
La madre del borrego -la verdadera razón de todos estos movimientos- aún no termina de aparecer. En principio, a los amantes del desarrollo regional e incluso a los afectados por una repentina ola de patrioterismo, les deberían inspirar más confianza los sistemas donde las distintas partes deben sentarse a negociar políticas comunes, que las autocracias adornadas con oropeles cínicos de participación y colegiaturas.
El caso de Chile, en este sentido, es paradigmático. El conteo de porotos arroja casi el mismo resultado que el año pasado, aunque con un cambio en la composición: sale Sergio Barroso con Olam, que cerró sus puertas, y entra el chileno Pedro Chavarría, apadrinado por Rodolfo Guzmán, con Demo.
También se espera que Karai, llevado adelante por Sebastián Jara y apadrinado por Micha Tsumura -actual número uno del mundo con Maido-, ingrese en los primeros cincuenta. Hay buenas expectativas, además, para Yum Cha, la casa de té de Nicolás Tapia apoyada por Virgilio Martinez; Pulpería Santa Elvira de Javier Avilez y su soplo de frescura; Casa Las Cujas-de Mad Max Raide y sus hermanos Domingo y Juan Pablo-elevando la cocina de playa al primer nivel; Demencia, bajo la dirección del popular Benja Nast; y por último La Calma.
En la general, sí hay consenso en los favoritos: Don Julio, Kjolle, Boragó, Quintonil, Celele. Todos con padrinos visibles, salvo quizá el de Cartagena. Este es un caso que conviene resaltar. He oído dos versiones: la primera dice que no tiene sponsors ni agencias carísimas con alto poder de lobby detrás; que su éxito es producto exclusivo de Jaime Rodríguez y de algunas cosas que hoy resultan casi sacrílegas, resumidas en una sola palabra: autenticidad.
La segunda versión asegura lo contrario: que posee todo el poder de fuego posible, pero que ha sabido ocultarlo bajo siete llaves. Tiendo a creer en la primera, más que nada porque los complots que involucran a demasiadas personas -como sería en este caso- son difíciles de mantener en las sombras. Y, sobre todo, porque -como en el caso de Ness con Leo Lanusol– necesito pensar que existe la Luz de Eärendil, ese último resquicio por donde se cuela la claridad tenue que demuestra que lo genuino aún pesa. “Una luz para los lugares oscuros, cuando todas las demás luces se extingan.”
La escena parece un ring de boxeo en su edad dorada: Pablo Rivero y Guido Tassi, Virgilio Martínez y Pía León, Rodolfo Guzmán y Max Raide, Jorge Vallejos y Alejandra Flores, y Jaime David Rodríguez Camacho, enigmático. ¿Se puede boxear sin promotor? Jack London, en Por un bistec, dijo que no. Pero Cinderella Man demostró que sí.
El segundo pelotón lo componen El Chato, Lasai, Mérito, Leo Espinoza, Evvai y Maito. Y allí aparece, en medio de todos, la sombra sonriente de las grandes beneficiarias de los últimos años: las agencias de posicionamiento capaces de lo imposible, manejar a rivales directos sin que nadie se sonroje. Una alquimia que recuerda a Disney por su talento para fabricar mundos idénticos y distintos a la vez. Cada restaurante presentado como único, irrepetible, hecho a medida, aunque todos beban de la misma fuente de marketing. Una sastrería de lujo gastronómico -corte nivel Ede & Ravenscroft– aplicada al teatro de la vanidad culinaria. ¿Es que no lo notan? ¿O acaso, en esta jungla de fuegos cruzados, se acepta con una sonrisa que el mismo titiritero mueva los hilos de todos?
Y ya que hablamos de vanidades, parafraseando a Tom Wolfe en su novela más famosa, La hoguera de las vanidades: el Latin America’s 50 Best no es una lista, es una jungla. Cada barrio, un feudo. Cada calle, una trinchera. Cada gesto, una batalla por estatus. Pero la verdadera hoguera no arde en Antigua ni en Londres: arde en el ego de quienes creen que pueden caminar sobre este escenario sin mancharse. Guatemala promete fuegos cruzados: política de fondo, banalidades de superficie. Ofenderá a muchos. Conviene no perder el hilo.
El 2025 se anuncia como toda guerra: con heridos. Cualquiera puede sentirse ofendido, cualquiera asustado. Y todos tendrán razón.



