Luján Lemble: enseñar en tiempos de cambio y esperanza

Luján Lemble: enseñar en tiempos de cambio y esperanza

Cada 11 de septiembre, el calendario argentino nos convoca a detenernos un instante y mirar hacia las aulas. Es el Día del Maestro, fecha elegida en homenaje a Domingo Faustino Sarmiento, símbolo de la educación pública y figura que marcó un antes y un después en la historia del país. Más allá de los actos escolares y las salutaciones formales, la efeméride invita a pensar en quienes, día a día, sostienen con su trabajo la compleja tarea de educar. En ese marco, Luján Lemble, profesora de Lengua y Literatura, abre una ventana a su experiencia y comparte reflexiones que trascienden su historia personal para interpelar al sistema educativo y a la sociedad entera.

Desde sus primeros pasos, Lemble supo que su destino estaría ligado a la enseñanza. De niña soñaba con ser “maestra de frontera”, inspirada por aquellas películas del cine argentino que retrataban la figura de docentes solitarios que llevaban el saber a los rincones más alejados. Uno de esos recuerdos permanece vívido: una película protagonizada por Lautaro Murúa que, cuenta, la marcó profundamente. La vida la llevó por otros caminos —con hijos ya nacidos y responsabilidades en marcha—, pero la vocación no se desdibujó. Eligió el profesorado de Lengua y Literatura y comenzó a enseñar en las aulas de su ciudad, construyendo un recorrido signado por la pasión y la entrega. “No soy maestra, ese no es mi título, soy profesora de Lengua y Literatura”, aclara con firmeza, reivindicando también la especificidad de su formación.

Su trayectoria estuvo atravesada por aprendizajes que no provienen de los libros sino del contacto cotidiano con los estudiantes. Aprendió, dice, que los adolescentes viven realidades que ella no ha atravesado; que escuchar es muy distinto a oír, y que cada palabra pronunciada desde el rol docente tiene un peso enorme en la mirada de un estudiante sobre sí mismo. Aprendió también de sus colegas: a proyectar, a gestionar, a perfeccionar el aspecto administrativo de la tarea, pero sobre todo a trabajar colectivamente, sabiendo que la docencia no es una empresa solitaria.

Cuando repasa cómo ha cambiado la educación desde que comenzó, señala que el principio fundacional —transmitir saberes— se mantiene inalterable, pero reconoce que las políticas públicas imprimen rumbos distintos según los gobiernos de turno. Recuerda que inició su carrera durante el menemismo, cuando los diseños curriculares eran abiertos y no prescriptivos: cada docente enseñaba lo que quería, lo que provocaba repeticiones de contenidos o vacíos importantes, en un contexto donde la obligatoriedad no alcanzaba aún al nivel secundario ni al inicial. Desde entonces, el sistema atravesó diversas reorganizaciones. Lemble no idealiza el pasado, pero tampoco lo descarta: cree que el desafío actual pasa por dar un salto cualitativo y cuantitativo en la formación, y que es hora de hablar del “gremio docente” como verdaderos profesionales de la educación.

Ese cambio también se advierte en las aulas. Lemble observa que la adolescencia de hoy está marcada por un antes y un después de la pandemia, especialmente en quienes tienen entre 16 y 18 años, aunque algunos hábitos también permanecen en los más chicos. Nota que muchos adolescentes poseen una gran capacidad para expresar sus emociones, sensibilidad social y gusto por lo artístico y lo creativo. Pero otros viven mediados por la virtualidad, disociando lo que realmente sienten de lo que las plataformas les indican que deberían sentir. En todos los casos, advierte, se trata de una etapa especialmente vulnerable, expuesta a la sobreestimulación de un mundo adulto que los hiperdemanda y al mismo tiempo los juzga con dureza. “Ser adolescente en un mundo de adultos inseguros es uno de los grandes problemas que enfrentan”, reflexiona.

La docente percibe que los estudiantes de hoy libran batallas internas mientras el mundo exterior les ofrece distracciones rápidas y adictivas que, lejos de aliviar, muchas veces agravan su confusión. Quienes no cuentan con una estructura de contención, asegura, la pasan mal. Y si bien reconoce que siempre hubo conflictos de convivencia, percibe más individualismo entre los jóvenes, menos espacios de encuentro en los hogares y una nueva forma de relación con los docentes: el respeto ya no está dado por el rol, sino que debe construirse a partir del vínculo, los límites claros y la coherencia con la que esos límites se explicitan. Hay más interpelación, más cuestionamientos, y eso exige a los educadores un esfuerzo constante por sostener la autoridad desde la legitimidad y no desde la imposición.

La salud mental aparece entonces como un eje central. Para Lemble, no solo los adolescentes sino toda la sociedad ha visto afectado su equilibrio emocional en los últimos años. La pandemia, el aislamiento, la incertidumbre y la imposibilidad de explicar lo que ocurría generaron un terreno de descontrol donde todo podía suceder. Los jóvenes, atravesando además una etapa de redefinición de identidades, resultaron especialmente vulnerables. La inestabilidad social y económica, la fragilidad de muchas estructuras de contención y el debilitamiento de las redes afectivas han dejado huellas visibles.

Frente a eso, la escuela cumple un rol clave. Luján destaca que el abordaje de estas problemáticas se da en equipo, con todos los adultos de la institución atentos y dispuestos a escuchar. Nada queda reservado ni se guarda bajo la alfombra: cada situación detectada se comparte con directivos o equipos de orientación escolar para que comience a ser tratada. Los espacios de escucha, las jornadas de ESI, los acuerdos de convivencia y los talleres institucionales son herramientas que se renuevan cada año y que contribuyen a detectar señales de alerta. Considera que la escuela es uno de los organismos más preparados para atender estas situaciones, aunque insiste en que debe funcionar una red interinstitucional sólida para que la tarea no recaiga únicamente en la educación.

Cuando se le pide definir los mayores desafíos de la docencia actual, Lemble no duda: “Trabajar con el futuro”. Un futuro, aclara, que ya no es previsible, que avanza a una velocidad vertiginosa y con contornos difusos. Los estudiantes tienen otras necesidades, buscan realizarse de manera menos lineal y más abarcativa. Por eso, afirma, los docentes deben ayudarlos a desarrollar habilidades que les permitan adaptarse sin perder su capacidad disruptiva: ser proactivos, creativos, preventivos, flexibles y propositivos, pero siempre con una formación sólida que evite que la educación se vacíe de contenido.

En esa línea, rechaza la dicotomía entre enseñar contenidos o formar personas emocionalmente sanas. “Eso es la esencia del buen docente”, sostiene. Y cuestiona la frase que circula en redes: “La escuela está para enseñar, los valores vienen de la casa”. Para Lemble, la escuela es precisamente el lugar donde lo que se trae del hogar entra en juego, se pone en tensión, se enriquece. “La educación debe ser incómoda”, afirma, en el sentido de abrir nuevas miradas, cuestionar certezas y generar hábitos que tal vez no estén presentes en casa. Enseñar, para ella, no puede ser una tarea improvisada ni sujeta a la inmediatez: requiere planificación, conciencia y responsabilidad absoluta, porque implica también cuidar la emotividad del otro.

Al acercarse el Día del Maestro, Lemble no oculta su orgullo por la profesión que eligió. Dice sentirse en comunión con su gremio y sus colegas, a quienes admira profundamente. Disfruta de entrar a un aula y ver “la magia sucediendo”, y asegura que aunque el cansancio o el descreimiento aparezcan, los maestros siempre están. “Una historia que refuercen, una sonrisa que conquisten, una cabecita que hagan pensar… eso ya es suficiente para saber que vale la pena”, dice, con la convicción serena de quien ha hecho de la enseñanza una forma de vida.

A las familias y a la sociedad, les recuerda que los docentes los necesitan tanto como ellos necesitan a los docentes. Valora el esfuerzo cotidiano de cada hogar y agradece la confianza depositada en la escuela. Está convencida de que el mundo puede ser mejor si los adultos acompañan la crianza de los niños y adolescentes con el cuidado y el amor que se merecen. Porque, como señala con ternura y firmeza, enseñar es, ante todo, un acto de esperanza.

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