Con una trayectoria que supera los 40 años compitiendo en la emblemática Rural de Palermo, Miguel Ángel Landívar, referente histórico de la ganadería argentina, coronó esta semana su primer Gran Campeón Macho. Se trata de un imponente toro senior, compartido con Javier Picco, de la cabaña La Trinidad, y Miguel Ángel Durando, que representa el esfuerzo y la dedicación de una familia comprometida con la raza Shorthorn desde hace más de un siglo.

Dueño de la cabaña San Miguel, en la localidad de Ayacucho, Landívar es tercera generación de criadores Shorthorn. Su abuelo fue el pionero en la cría a comienzos del siglo XX, y su padre marcó un hito al adquirir en 1920 las primeras vacas de pedigree provenientes de la cabaña Cinco Lomas, en Bellocq. Así comenzó una tradición familiar que llegó a contar con un rodeo de 5.000 madres, consolidándose como un pilar fundamental en la ganadería argentina.
“Me acuerdo de mi padre cuando compraba toros acá en Palermo. A comienzos de los 50 compró un campeón ternero mayor que era completo de todos lados. Mi padre buscaba un toro sin defectos: buena cabeza, asta blanca, pelaje uniforme y buenos aplomos, que fuera correcto”, recuerda Landívar en diálogo con Clarín Rural, emocionado al evocar aquellos años.
Durante la década del 70, uno de los mayores desafíos fue la búsqueda de un biotipo más grande dentro de la raza. Fue entonces cuando Landívar se animó a viajar a Inglaterra para traer genética de los Lincoln Red, una línea Shorthorn que se había desarrollado de forma aislada y con mayor tamaño de carcasa. Aunque inicialmente la Sociedad Rural Argentina resistió reconocer estos animales en sus libros genealógicos, finalmente aceptaron su pedigree. “Los toros tenían 1,55 metros de alzada y los que teníamos acá eran de 1,18. No tendríamos que haber insistido mucho con el Lincoln Red, un toque o dos bastaba. Hay gente que cree que tenían mala estructura, pero no, tenían muy buena estructura”, señala el cabañero.
Sin embargo, en los años 90, la rentabilidad de la ganadería sufrió un fuerte impacto debido a la situación económica del país. Landívar debió reducir la escala de su empresa, vendiendo cabezas y tierras. “El uno a uno me liquidó. Los campos que valían 1.200 dólares la hectárea llegaron a venderse por 200”, recuerda. Hoy, junto a su hijo Ignacio, cuarta generación de criadores, destaca: “El aprendizaje más grande es que en este país tan difícil hay que estar siempre atento, mirar todo, no te podés distraer, y mantenerse fiel a una línea. Destaco la constancia genética que tuvo el abuelo y el valor de decir ‘es por acá, hay que seguir’”.
Pese a las adversidades, el núcleo genético de la cabaña San Miguel sobrevivió y hoy, en un contexto favorable para la ganadería argentina, el legado sigue vivo con un rodeo de unas 500 madres y el orgullo de haber logrado el primer Gran Campeón Macho en Palermo.
En medio de la celebración, Landívar les dice a sus nietos: “Continúen con la raza Shorthorn, que es la que ha posicionado la carne argentina en el mundo”. Así, la historia de dedicación y pasión que comenzó en Ayacucho hace más de cien años, sigue escribiéndose con fuerza y visión hacia el futuro.