Por José Cirelli: “CUANDO EL PODER LE TEME A LA TERNURA”

Columnas publicadas en nuestro diario físico

Hoy no escribo: escupo palabras.

No me pidan equilibrio. No me pidan mesura. Hoy no tengo ganas de ser objetivo. Hoy la rabia me dicta la tinta y el dolor me marca el pulso.
Siempre intento mirar con calma, entender. Buscar la raíz, el contexto, el porqué. Pero hay veces, hay hechos, hay miserias tan grandes… que uno deja de escribir con la cabeza y empieza a hacerlo con las vísceras.
Hoy escribo desde ahí: desde mis entrañas.
Y aunque este dolor no cabe en palabras, aquí va. Porque el silencio, frente a esto, también es complicidad.

Un niño de 12 años autista fue llamado “agente político” por el mismísimo presidente de la Nación. Sí, leyó bien. No es una ficción , ni una exageración periodística de domingo. Es la realidad: la más cruda, la más miserable, la más cobarde.

El niño se llama Ian Moche. No tiene armadura ni despacho, no lanza tuits desde un palacio, no maneja presupuestos, ni tiene asesores que le dicten qué decir para evitar escándalos. Es simplemente un niño. Y como muchos niños autistas, carga con un mundo interior tan vasto como frágil. La ansiedad lo visita sin pedir permiso. El estrés le aprieta el pecho. La frustración le arde en la piel. Pero, aun así, habla. Aun así, lucha. Aun así, se emociona. Y eso lo convierte, no en un agente político, sino en algo que esta Argentina —tan groseramente maltratada por sus líderes— ha olvidado: un ser humano con dignidad.

Pero no. Para este gobierno, parece que la discapacidad es un asunto privado. Si pariste un hijo con autismo, arréglate. Es tu problema, no del Estado. Así lo dijo —con tremendo desprecio— el titular de la Agencia Nacional de Discapacidad. Un hombre que, paradójicamente, ocupa el sillón que debería estar lleno de empatía. Pero se ve que ese mueble está vacío igual que su corazón.

Y mientras tanto, el presidente juega a ser el justiciero de X, ese que cree que cualquier crítica es un complot, cualquier lágrima es una operación, y cualquier niño es un enemigo potencial. Así, sin pudor, acusa a Ian de mentiroso. Filtra su rostro. Lo exhibe como trofeo de su paranoia. Lo reduce, lo expone, lo humilla.

Y todo esto, ¿para qué? ¿Para defender su ego? ¿Para alimentar a su jauría digital? ¿Para ganar likes mientras se devora lo poco que queda de humanidad en el poder?

Lo increíble, lo que da náuseas, es que este ataque venga desde la cima del poder. Un presidente que, en lugar de proteger, aplasta. Que, en lugar de cobijar, señala. Que, en vez de escuchar a un niño en el espectro, decide acusarlo de ser parte de una conspiración. Como si la condición de Ian —su lucha diaria contra la sobrecarga sensorial, sus esfuerzos por expresarse, su coraje al hablar en público— fueran parte de una estrategia electoral. ¿Qué clase de mente torcida puede imaginar algo así?

Y mientras tanto, Ian llora en televisión. Pide disculpas por llorar. ¡Un niño pidiendo disculpas por quebrarse después de ser atacado por el presidente! ¿Dónde estamos parados como sociedad? ¿Dónde quedó el límite de la decencia?

Y entonces pienso que tal vez el problema no es Ian. El problema somos nosotros. Nosotros que permitimos que el poder le grite a un niño. Que naturalizamos que el titular de discapacidad crea que la discapacidad es un asunto familiar. Que miramos para otro lado mientras se revuelca la ética en el barro. Y la discapacidad está en Emergencia.

El autismo no es una carga. Tal vez la carga sea este país gobernado por gente sin alma, sin compasión, sin infancia. Y sin memoria.

Porque lo que le hicieron a Ian no es solo una falta de respeto. Es una muestra de lo lejos que puede llegar la crueldad cuando se disfraza de gobierno. Y lo más triste de todo es que fue un niño quien nos vino a enseñar lo que los grandes olvidaron: que tener empatía no es debilidad, sino la forma más pura de la fuerza.

Nota al pie:
Presidente, no se necesita un máster en psicología para entender que referirse así a un niño autista puede causarle una crisis. Pero claro, entender al otro exige una cualidad que usted parece no poseer: humanidad.

José Cirelli

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