En Ayacucho hay algo de lo que no se habla. Algo que nos atraviesa, que nos duele, pero que preferimos callar. Porque incomoda, porque es difícil, porque nadie sabe muy bien qué decir.
Pero ya es hora de hablar de salud mental. En serio. Con coraje. Con responsabilidad. Porque el silencio ya se cobró demasiadas vidas.
En los últimos años, Ayacucho registró una de las tasas de suicidio más altas de la región. Hombres, mujeres, jóvenes. Gente que conocemos. Gente que cruzamos todos los días. Gente que, en algún momento, decidió irse porque no encontró otra salida.
Y eso no es casualidad. Es consecuencia. De algo más profundo, más estructural.
Consecuencia de un sistema de salud mental saturado, fragmentado y subestimado. Consecuencia de un Estado que responde con afiches y charlas sueltas, pero sin una política pública integral, real, sostenida. Consecuencia de una sociedad que todavía trata la depresión como debilidad, la ansiedad como exageración, y el suicidio como un tabú que es mejor ignorar.
Mientras tanto, hay una sola psiquiatra para toda la ciudad. Psicólogos que hacen malabares con treinta o más pacientes por semana. Gente que no consigue un turno ni siquiera pagando. Escuelas sin gabinetes, sin orientadores, sin espacios de contención emocional.
Y una pospandemia que dejó huellas invisibles pero profundas, sobre todo en los jóvenes.
La adolescencia es hoy uno de los sectores más golpeados. Chicos que se autolesionan, que se aíslan, que viven entre la exigencia y la incertidumbre, con adultos que tampoco saben cómo acompañar. Y un sistema que sigue mirando para otro lado, como si lo emocional no fuera parte de la salud integral.
En un contexto de crisis económica, desempleo, angustia social y vínculos cada vez más fragmentados, el Estado tiene la obligación de intervenir. Porque no estamos hablando de caprichos ni de “bajones”. Estamos hablando de sufrimiento real, de vidas que se apagan por no encontrar una red que sostenga.
Esto no se arregla con un flyer de Instagram. Hace falta decisión política. Recursos. Presencia territorial. Equipos interdisciplinarios. Profesionales bien pagos, acompañados, con tiempo para atender bien. Hace falta también prevención en serio: en las escuelas, en los barrios, en los medios.
Y hace falta, sobre todo, voluntad.
Hablar de salud mental no es abrir una herida: es empezar a curarla. Y cuando el silencio se transforma en política pública, el resultado es abandono.
Abandono que duele. Abandono que se siente. Abandono que mata.
No podemos seguir contando suicidios como si fueran accidentes aislados. Cada caso es un llamado de atención, un espejo de todo lo que falta, de todo lo que no hicimos.
No se trata de repartir culpas, sino de asumir responsabilidades.
Si el tema incomoda, mejor. Porque el primer paso para cambiar algo es dejar de sentirnos cómodos con que todo siga igual.
En Ayacucho hay profesionales con vocación, hay familias que pelean, hay jóvenes que piden ayuda. Lo que falta, como tantas veces, es decisión. Y si no se toman medidas urgentes, no será por falta de datos. Será por indiferencia.
Y la indiferencia, a esta altura, también es violencia.